Aglutinados en lugares comunes, la impronta vital de lo transcurrido sale a la caza de sus motivaciones, queriendo enlazar en un hilo de continuidad la infinita paleta de emociones que tiñen nuestras vidas.
Una fresca tarde de otoño prestó su escenografía para que el encuentro con lo inevitable tuviese lugar. Mientras permitía que la intuición decidiera cuál camino tomar en los laberínticos senderos del más hermoso enclave natural de la Babel de hierro, comenzó mi conexión con esas realidades atemporalmente ajenas que jamás conoceré, pero que se transfiguran para terminar invaloradamente mías, pues hablan de aquellas cosas que se prefieren esquivar, a pesar de su inclemente forma de llamar la atención.
Tropezar con las miradas de unas pocas decenas de ojos —entre miles— fue esta vez el acto de confrontación que la prisa acostubra eludir, como quien simula pasar desapercibido. Me sorprendió la elegancia y sutileza de su lenguaje, fundido con la fascinación de lo sutilmente evidente.
Cualquier momento es bueno para renovar los aires que respiramos y eso fue lo que hicieron mis memorias, revueltas en añoranzas y nostalgias difíciles de distinguir gracias al velo de los muchos anhelos y sueños que, con su contundente fuerza, monopolizan la atención inspirada de cada momento, invadiendo con persistencia cada chispa de intención divina que me asiste.
En las bancas ubicadas a las márgenes de los senderos, me esperaban sentadas un montón de historias clamando ser escuchadas. Algunas susurrantes y otras ensordecedoramente silenciosas, ocultas tras el quejido de unas lágrimas que víctimas de la gravedad, prefieren muchas veces el silencio en lugar de la denuncia.
A la distancia, en los verdes y amplios prados otras historias menos relevantes también suceden en simultáneo. La lejanía les hace perder su atractivo ante los ojos de un observador que esta vez no procura evitar el llamado de miradas más próximas, dejándose arrebatar por lo que sugieren las expresiones de sus portadores.
Del distanciamiento solo quedan las máscaras que no logran escurrirse del contacto tan perentorio que se da cuando los mismos rayos de luz terminan siendo cautelosamente traspasados por unos ojos cargados de curiosidad. Ese instante de breve convergencia es la cimiente que germina al conectar con otras historias; semilla sabiamente regada con el poderoso significado de lo subyacente, que permite a la belleza que se haga cargo de capitalizar la fuerza del momento y del lugar.
Pude ver muchas historias sin nombres —aunque con rostros— que traían impregnadas en sus pupilas las sensaciones tan conmovedoras que producen las vidas que recién comienzan, y que súbitamente se contrastan con el lánguido caminar de otras vidas que han comenzado a apagarse. Muchas son las historias que hablan sobre la necesidad de compañía, aunque el hastío pese más que la luminosa llama del deseo.
Reconforta saber de historias que nos cuentan la valiente apuesta que supone el romance en estos tiempos en los que se ha hecho norma dividir para reinar. También gratifica saber que hay historias que han logrado consolidarse pese a los obstáculos que impone el frenesí de un estilo de vida que parece haber invertido el orden entre fines y medios.
Otros más osados, se atreven a exhibir historias en las que recién comienza el largo o breve periplo —nunca se sabe— que representa el complejo acuerdo de la convivencia. Muchas de estas historias han quedado inmortalizadas a través de las lentes fotográficas de quienes gustan conservar la memoria de estos momentos (pensados para no ser repetidos) en reducidos almacenamientos que acumulan millones de bits y que anteriormente eran guardados en voluminosos y pesados álbumes para luego ser exhibidos durante los encuentros familiares.
Destacan mis historias favoritas: las de artistas que resisten heroicamente buscándose la vida de la manera que más disfrutan. Estas criaturas celestiales son el recordatorio de la importancia de no renunciar a los sueños, a pesar de que el merecido lugar en el que les aguarda la inmortalidad aún no aparece.
Pero hay otras historias que hablan de soledades que no quieren ser interrumpidas, para no reiterarse en el dolor de una despedida tan inevitable como necesaria. Todas esas historias tienen que ver con la mía pues, a su modo, narran las decisiones que son tomadas antes del hecho humano, para recordarnos que en ocasiones, hemos venido a confundirnos entre gente que busca sin querer encontrar.
A estos grupos pertenece la gente en trámite que prefieren desobedecer a su intuición solo para mantenerse en la fila de lo que no será. Enaltece el relato de personas que se sienten merecedoras, mientras otras claman ser perdonadas y redimidas. Conmueven las historias de gente que se distrae solo para no aturdirse con olvidos que se sabe no llegarán; descripciones desgarradoras de ausencias que jamás serán colmadas y de vacíos que nunca serán ocupados.
Ojos y rostros a medio cubrir que no pueden ocultar esas tristezas que lucen impedidas de encontrar consuelo, o negar el cansancio de buscar caricias agotadas. Son historias con fragancia, que huelen a bálsamo de fe recién untado, pero que, aun así, no consiguen el alivio tan ansiado. Son los testimonios de quienes han sido privados de la audición, esperando las señales inaudibles de quienes renunciaron a la sensibilidad de piel y alma, agobiados por dolores que no se calman.
Estas historias siguen yendo y viniendo mientras me siento a descansar mis fatigados pies de tanta andanza, tanto camino y tanto lugar común. La música tiende sus brazos y yo, me dejo proteger por ella. Entretanto, las historias no dejan de pasear frente a mí, ahora que disfruto la generosa horizontalidad de una banca que asume con estoicismo la noble tarea de soportar mi alivianada carga.
La alegría se reivindica a sí misma a través de las generosas sonrisas y agradecidas miradas con las que los transeúntes premian a la noble pareja que reconforta el alma de quienes les escuchamos cantar viejas e imperecederas canciones.
Me levanto de mi asiento dando gracias por todo: música, momentos, gentes pero sobre todo, historias. Historias que ya no resultan tan anónimas pues, de manera inesperada, se encontraron con la mía. Conectar en ellas ha sido enlazar con la razón de ser humanos. Desde ese espacio compasivo inspirado, me reafirmo como la fuente de todas las experiencias ya conocidas, vividas por cuenta propia o a través de quienes me regalan la oportunidad de recordar, gracias al momento en que nos cruzamos, que solo hay una historia que contar.