Aprendiz de Marinero

Eric Goyo

Sobrevivir a un naufragio nada tiene más que ver con las cartas de navegación. Queda tatuado en la memoria el recuerdo de lo vivido, las marcas indelebles de lo escogido en un recuerdo que se ha borrado.

Me casé el miércoles 2 de mayo de 1984 cerca del mediodía en la Jefatura Civil de la parroquia Candelaria, bastión de muchos inmigrantes de la madre patria que adoptaron nuestra tierra y la honraron, no solo con su presencia, sino con su ejemplo de trabajo y emprendimiento. Allí nací en 1961 y providencialmente, también allí nacieron mis hijos.

La ceremonia eclesiástica se efectuó tan sólo dos días después, el viernes 4 de mayo, en medio de una gran expectación familiar. Cada vez que acudo a mis recuerdos de esa noche, emerge el sabor amargo que me dejaron los arrebatos de inconsciencia con los que saboteé mi disfrute de una celebración que, con gran esmero, prepararon mis queridos y recordados suegros, a quienes honraré infinitamente por todo lo que hicieron por mí y, especialmente, por sus dos nietos favoritos.

Habiendo pagado el precio de mi inadvertida precariedad afectiva y sin sacudirme aún el polvo de los escombros que dejaron la implosión causada por mi laxitud moral, supe que ese patrón de baja consciencia que me indujo a formar familia tan joven, no debía repetirse en mi descendencia. No siempre lo tuve claro, pero sé que la providencia intervino sabiamente para poner fin a un sistema de lealtades familiares que estaba concediendo su permiso para ser trascendido.

Agradezco la encomienda de abrirle las puertas a mi linaje para que, desde el libre albedrío, hayan comenzado a ensayarse nuevos estilos de relacionamiento conyugal. Al ver el pasado reflejado en mis cicatrices, me doy cuenta de lo expuesta que siempre estuvo la línea de flotación de la embarcación en la que me aventuré a navegar los mares de la convivencia marital; una nave al límite de su vida útil en la que los estertores dejados por la sal de tantos océanos, se sumaron a mi ansiedad de echarme a la mar sin reparar en ello antes de dejar el puerto. Ingenuo grumete, aquel que debió sortear peligros inimaginados. De mucho encallar en tantos bajos y arrecifes, las grietas ya visibles del herido casco dejaron entrar el agua, una vez tomado rumbo hacia altamar.

El témpano que terminó de hundir al lacerado bote fue empecinarnos en la pueril idea de rescatar la magia que nos unió. Cuando logré salir a flote, me di cuenta de que el salvavidas al que me aferré para alcanzar la orilla, se había convertido en un peso innecesario. Fue así como aprendí a soltar amarras y a despedirme con gratitud de aquello que deja de ser útil. Me toco conocer el lado oscuro de las responsabilidades familiares, que llegaron a convertirse en una guerra silenciosa conmigo mismo que debí perder para salvarme.

Recién entiendo la diferencia entre cambiar desde la resistencia y hacerlo desde la aceptación. Las cosas cambian y nos cambian: ese es el proceso natural en el que la vida discurre, nos guste o no. Pretender que lo que ya no era siguiese siendo, fue nuestro Waterloo. También el punto de partida para entender y aceptar que lo único constante de la condición humana es la permanente transformación de la energía que sostiene la vida en nuevas y fascinantes formas de advertir la necesidad de renovar nuestros acuerdos.

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