Alguna vez leí que la única ventaja que tiene no saber adónde se quiere ir es que no es posible perderse. Salirse del camino y extraviarse es muy fácil pero, ¿qué se requiere para volver a él y cambiar de rumbo, cuando es necesario?
Comencé a trabajar formalmente el 16 de enero de 1979, antes de haber alcanzado la mayoría de edad. Apenas en julio del año anterior me había graduado de Bachiller en Ciencias y empezar a laborar una vez finalizada la formación secundaria era algo normal. Ya mi hermano le había servido la mesa a este atavismo dos años antes, combinando sus estudios mientras ocupaba un puesto de oficinista en la Procter & Gamble de Venezuela.
Ingresé Mensajero y egresé Analista de Organización y Sistemas del extinto Consejo de la Judicatura. Fue en 1986 —año en que nació Bálder Alí— cuando decidí abandonar por primera vez mi zona de confort en busca de mayores ingresos. En retrospectiva, creo que antes conocer a la madre de mis hijos en 1983, eran muy pocos los preceptos morales que practicaba. Apenas podría incluir en esa breve lista mi inclinación natural al ahorro, motivado entonces por la ambición de comprar mi primer vehículo.
Soltero, sin compromisos y con carro propio desde muy temprano, conocí un tipo de libertad de la que resulta muy difícil desprenderse, pues la vida se convierte en una experiencia hedonista en la que lo único que importa es el placer por el placer mismo. Dentro de esa burbuja de frivolidad defraudé a muchos y agregué a mi equipaje los imprescindibles insumos de inconsciencia que impacientemente aguardaron la llegada de la sabiduría capaz de procesarlos coherentemente años más tarde.
Fui incapaz de darme cuenta de que a quién verdaderamente estaba defraudando era a mí mismo, pero era lo que me correspondía vivir para acumular las culpas de las que me ocuparía llegado el momento. Envuelto en una vorágine depredadora, opté por enamorarme para cambiar de rumbo, sin darme cuenta de que seguía a bordo del mismo tren.
Impulsados por el ímpetu juvenil de dos enamorados de veintitrés y veintiún años, nos embarcamos en la difícil empresa de construir un hogar sin haber terminado nuestros estudios universitarios. Sin embargo, nos sentíamos catedráticos capaces de despejar cualquier incógnita en la compleja ecuación de la vida. Pronto nos quedó claro que la matemática no es una ciencia exacta cuando los cálculos se hacen durante los primeros veintes.
Los hechos se encargaron de demostrarnos que hace falta mucho más que ganas para superar las dificultades que se presentan como resultado de la insolvencia económica. El matrimonio es para muchos una escuela en la que se aprenden muchas cosas. En mí caso, lo curioso es que las mejores lecciones aparecieron luego de finalizados los diez años de convivencia, de la cual quedan dos hijos maravillosos y un vínculo indisoluble de fraternidad, solidaridad y afecto. Haber conocido ese abismo de dolor, soledad y fracaso parcial fue lo que me permitió iniciar mi camino hacia el despertar de la conciencia.