El Placebo del Placer

Eric Goyo

El hedonismo, durante la adolescencia, es la fuerza central de nuestras motivaciones. Otras fuerzas, más poderosas, se encargan de mostrarnos luego, el valor del equilibrio en nuestras vidas.

Los nuevos lugares, las nuevas costumbres y por supuesto, las nuevas personas desatan poderosas fuerzas telúricas que duermen en nuestro interior. Sin sospecharlo, se convierten en los eventos que liberan las energías acumuladas en nuestras capas más profundas. Así me atrevo a definir lo que me sucedió durante un tiempo, luego de estampar mi firma en un olvidado tribunal en Caracas a comienzos de 1994.

Obviamente no había sido mi primer sismo, pero sí el de mayor intensidad, y duración. Sin embargo, las labores de rescate y reconstrucción no representaron ningún agobio, gracias a los escarceos con la dolce vita prefigurada por mi nueva solteridad.

Le pido al lector que no imagine una vida disipada, pues estuve muy lejos de vivir al límite del desenfreno. Si bien contaba con un empleo bien remunerado, tan solo había logrado superar los estándares de austeridad que caracterizaron mi vida de siempre.

Procuré, si, la mejor educación posible para mis hijos y hasta creo haber ahorrado buena parte de mis excedentes. Con el resto, me introduje en una suerte de sibaritismo del proletariado, del cual me quedó el gusto por la buena mesa, los más exquisitos y espirituosos elíxires y un recuerdo multisápido de aquellos devaneos amorosos que añadieron color a mi coqueteo con la buena vida.

Aquel ímpetu tironeo de mí allende las fronteras cerca de dos años. Se enterará al leer estas líneas, que alguna vez le escuché decir a mi madre que el motivo de mi ausencia había sido sanar viejos dolores. Creí entonces que estaba equivocada. El paso del tiempo terminó imponiendo el peso de su instinto maternal sobre el insustancial alegato de mi arrogancia.

Detrás de cada divorciado, se esconde una tristeza soterrada que prefiere pasar desapercibida. La mortalidad en los casos de adioses no deseados suele ser baja comparada con nuestra habilidad de caernos y volvernos a parar. Intuitivamente, sabemos del rol anestesiante del placer, y recurrimos a él ignorando los riesgos adictivos a los que nos exponemos con su uso indiscriminado.

Su búsqueda frenética puede convertirse en la panacea de quienes preferimos lamer nuestras heridas sin que nadie lo note. Viví aturdido de placer para acallar el grito de la herida sangrante que rasgaba las paredes internas de mi corazón, ya cansado de tanta trinchera en el frente de batalla.

Bajo dosis bien administradas, el placer nos ayuda a disimular el sufrimiento, evitar que la fragilidad sea percibida y que la vulnerabilidad nos deje expuestos a los depredadores. Pero su uso prolongado lo transforma en un placebo de dudosa efectividad, que deja al descubierto las precariedades arrastradas desde la más tierna edad. Fue así como aprendí a no fiarme de las alegrías excesivas.

Luego de esa etapa, mis placas tectónicas parecen haber encontrado su reposo.

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