La contundencia de los cambios en los tiempos que vivimos hacen desaparecer el futuro. Lo que antes esperabamos que sucediese mañana, lo estamos viviendo en el presente.
Las grandes transformaciones vienen precedidas de situaciones caóticas. La energía, a lo largo de toda la historia, ha demostrado saber arreglárselas para mantener su constante flujo expansivo, propiciando que sus fuerzas entrópicas actúen para que nuevas formas de vida mejor adaptadas sustituyan a aquellas que no son capaces de realizar los ajustes necesarios para permanecer como manifestaciones tangibles de la gran conciencia universal.
La pandemia Covid-19 es uno de esos casos en los que la vida se renueva una y otra vez, trayendo consigo importantes alteraciones al orden prexistente que tanto apego nos produce. Estamos frente a un nuevo «antes y después» para la civilización. Gradualmente, abandonaremos el deseo de que todo vuelva a ser como era y poco a poco comenzaremos a establecer los criterios de una nueva normalidad.
Estamos enfrentando el imperativo de reordenar nuestras prioridades y de renovar nuestros paradigmas respecto a muchos aspectos de los que me ocuparé en próximas entradas. Hoy llama mi atención la oportunidad que tenemos para darnos cuenta de que, si no fuera por el miedo —y particularmente por nuestra forma tradicional de lidiar con él— nuestras consideraciones acerca de lo que estamos viviendo serían muy diferentes.
El miedo, claramente, es el tema medular de nuestra condición humana. Por ahora, no dedicaré espacio para referirme a él con ocasión de los efectos que está dejando, gracias al morboso uso de la información que deliberadamente vienen haciendo los medios de comunicación para contener el inevitable desmoronamiento del imperio de la ignorancia.
Intuyo que de ahora en adelante habrá tiempo para dedicarnos a pensar en cómo la matriz del condicionamiento cultural que nos somete desde niños, nos ha llevado a escoger nuestra propia esclavitud sin darnos cuenta de ello. Por tal motivo, me resulta pertinente comenzar este ciclo de reflexiones justamente con el tema del tiempo, ya que luce como el cambio más evidente de todos, en estos momentos en que apenas atinamos a vislumbrar lo que se nos viene encima.
Nos encontramos ante la paradoja de una humanidad que convertía la falta de tiempo en la excusa perfecta para no dedicarnos a hacer las cosas que verdaderamente nos son más preciadas. Ahora, que tenemos tiempo de sobra y que el significado de la palabra prisa parece diluirse lentamente en nuestro imaginario, surge la maravillosa oportunidad de confrontarnos con nuestras propias contradicciones; las que revelan nuestro desconocimiento acerca del significado de las cosas más sencillas.
Estamos comprobando muchas cosas gracias a esta detención forzada. La primera que salta a mi mente es la noción de «tiempo libre». Reconocer la existencia de esta cualidad, asoma la posibilidad de que exista su contrario, el tiempo «no libre».
Ahora pregunto: ¿a quién le pertenece mi tiempo cuando no es mío? Prefiero dejar como tarea su respuesta. Lo que sigue siendo relevante en el contexto de esta reflexión es que hoy, cuando nuestro tiempo no parece ser de nadie, no sabemos qué hacer con él. Hay algo que nos lanza desnudos a los brazos del absurdo y nos impide darnos cuenta de que no sabemos hacer con nuestro tiempo, ese que no está en venta o que no tiene compradores.
Tengo la sensación de que la mayoría preferimos el tiempo ajeno al propio. La ausencia de «tiempo esclavo» debería servir para percatarnos de la precariedad con que nos valoramos a nosotros mismos. Pocos son los que se dan cuenta de que en lugar de vender su tiempo, deberían estar vendiendo solamente sus talentos, que es por lo que la gente realmente paga: por un talento, una habilidad capaz de llevar a cabo una tarea que agrega valor a la vida de otros.
Lo que puedo notar es que la situación es otra: la mayoría de quienes permanecen encerrados en sus casas, continúan haciendo espacio en sus mentes para perpetuar la queja como estilo de vida. Aislados de la gratitud, demostramos que al no amarnos genuinamente, el amor que escasamente podemos brindarle a otros resulta deficitario, por decir lo menos.
Muchos de nosotros nos llenamos la boca diciendo que nuestra familia es lo más importante, cuando la verdad es que siempre nos hemos escudado detrás de la importancia que le concedemos a ganar dinero para no confrontar la triste realidad de que ni siquiera nosotros mismos somos lo más importante de nuestras vidas.
Es una de las muchas oportunidades que nos brinda esta pandemia. Tenemos en frente la posibilidad de reconocer que buena parte de este conglomerado de conciencias que llamamos humanidad no sabe qué es lo verdaderamente importante en la vida y, como resultado de ese desconocimiento, es improbable que sepamos con precisión qué es lo que verdaderamente queremos, tanto individual como colectivamente.
Son muchas las reflexiones que se pueden alimentar de este nuevo orden que está surgiendo ante nosotros de manera imprevista y que vamos digiriendo de a poco. Sé que hace falta más tiempo para masticarlo mejor hasta tragarlo y así, empezar a metabolizar los grandes cambios que se avecinan. En estos momentos, eso es una buena noticia.
Presumo que tampoco me faltará tiempo para compartir mis impresiones sobre la pandemia y las numerosas modificaciones que viene a introducir en nuestros patrones de comportamiento actuales.