¿A quién beneficia el acto de perdonar? ¿Al que perdona o al perdonado? Perdonar puede definirse y explicarse de muchas maneras. A continuación, algunas consideraciones sobre lo que para mí representa la piedra angular del crecimiento interior.
Escribir sobre el perdón, un sustantivo que el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define como la acción de perdonar, es definitivamente, uno de esos temas sobre los cuales lucen inagotables los ríos de tinta que sobre él pueden verterse.
Dado que para mí el perdón es el acto fundamental del crecimiento humano y espiritual, quiero ofrecer en estas líneas mi perspectiva acerca de su práctica y alcances. El primer aspecto a destacar tiene que ver con el ingrediente que permite su acción transformadora: la comprensión.
Hacernos de un hábito tan pertinente y liberador como el que representa perdonar, demanda un mínimo de entendimiento del fenómeno que se está operando de manera natural en nuestra forma de ver las cosas. Por ello, conviene que tengamos una idea clara de lo que es el perdón y en que consiste perdonar, ya que en buena medida, de ello depende que su práctica surta los efectos deseados, es decir, permitirnos restaurar nuestro equilibrio emocional cambiando las situaciones discordantes de manera nutritiva, en nuevas realidades más armónicas y edificantes.
La primera piedra en el camino para perdonar efectivamente, tiene que ver con el hecho de que existen versiones disímiles y antagónicas de lo que significa el perdón. La más común y limitadora está asociada con la exoneración de un castigo merecido, como si perdonar se tratase de un acto de indulgencia que se tiene hacia una persona en condiciones de inferioridad moral.
Lo que sucede en estos casos es que sin percatarnos, se han activado los mecanismos automáticos de premio/recompensa y culpa/castigo que nos inculcan a través de la matriz del condicionamiento cultural. Cuando interpretamos que perdonar consiste en ser mejores que la persona que está siendo eximida de pagar el precio de sus errores, difícilmente podamos alcanzar la restauración de la paz perdida.
También vinculamos el perdón con el olvido, ese bálsamo que trae consigo el tiempo para curar nuestras heridas y salvarnos del dolor. Solemos creer que con el paso de los días, los meses o los años, la experiencia dolorosa se irá difuminando en nuestro recuerdo y que en un futuro imprecisable, habrá desaparecido por completo el malestar producido por la infortunada experiencia. En algunos casos, funciona. En otros, lamentablemente, no es así.
Por esta razón, luce necesario redimensionar nuestra comprensión de tan sanadora noción e internalizar las razones y efectos por las cuales resulta tan conveniente incorporar esta práctica en nuestra cotidianidad desde una perspectiva renovada. Para arrojar algunas luces sobre este denso y apasionante tema, me voy a permitir algunas consideraciones personales solo con el fin de brindar ciertos elementos de juicio que contribuyan a enriquecer los distintos puntos de vista que puedan tenerse al respecto.
Para mí, perdonar es la posibilidad que tenemos todos los seres humanos de cambiar de lugar, buscando deliberadamente poder ver aquello que desde el ángulo actual es imposible mirar. Es, claramente, una forma de nutrir nuestra visión, que siempre está sesgada por nuestra historia personal y que con el paso del tiempo, tiende a anquilosarse.
Creer que sabemos todo lo que debemos saber para tomar posición ante un determinado evento de nuestras vidas, y juzgar como cierta, única y válida la postura asumida, es un acto de soberbia que en lugar de unirnos, termina distanciándonos de nuestros semejantes. Dicha arrogancia resulta tan inefectiva como las estrategias de distanciamiento físico y emocional con las que procuramos sanar nuestras heridas más profundas, dejando transcurrir el tiempo sin ocuparnos de lo que representan en nuestras vidas tales eventos dolorosos.
Renovar nuestros enfoques, en la búsqueda de ese nuevo punto de vista que intuitivamente sabemos está en el futuro, debe expresar nuestra voluntad de traerlo al presente consciente y voluntariamente. Perdonar no puede consistir en olvidar, simplemente porque la memoria humana no funciona de esa manera. Cada evento deja su huella indeleble y cada herida, una cicatriz que puede dejar de doler, pero no se puede borrar. No existe mejor cirugía para las heridas del alma que el perdón.
Perdonar pasa por asumir nuestra responsabilidad en la construcción de los hechos que causaron esa pena capaz de agobiarnos a años vista del suceso que la provocó. Pero no se trata de una responsabilidad superficial remitida solo a nuestra participación como co-protagonistas en tales acontecimientos. Debemos profundizar en nuestro rol como guionistas y directores de nuestra propia película, hasta conocer por qué y para qué incluimos dichas escenas en el rodaje.
Espero que la siguiente sentencia resulte lo suficientemente gráfica para facilitar la comprensión de lo dicho: demandamos inconscientemente todas nuestras experiencias y entregamos a otros todo lo que inconscientemente nos piden. De acuerdo con mi propia experiencia, esta es la razón por la cual atraemos y manifestamos en nuestra vida solo lo que corresponde con aquello que necesitamos experimentar para la expansión de nuestra conciencia.
Aún es mucho lo que se puede decir sobre el perdón y la importancia de perdonar. Provocar reflexiones en torno a tan esencial práctica es abonar el terreno siempre fértil de la conciencia. Perdonar es, simplemente, un acto de defensa propia; un espacio para aprender a mirar de manera diferente aquello que nos sustrae de la paz, ya que nos permite adquirir una visión renovada que ayuda a restaurar la serenidad perdida en el fragor de las batallas que debemos librar a favor de la plenitud.