El Mejor Año De Mi Vida (segunda parte)

Eric Goyo

Los finales felices están sobrevalorados. El desamor trae consigo importantes lecciones que, de pasarlas por alto, se convierten en focos de reincidencia para la reproducción de esas afecciones ancestrales tan difíciles de curar.

He dispuesto los últimos días de este singular año para honrar la palabra empeñada en mi entrega anterior. Las mayores lecciones que me han traído estos renovadores 365 días tienen que ver con las miserias que pueblan mi inframundo. Las razones por las que esta crónica ha resultado más extensa que las precedentes se entenderán mientras se avanza en la lectura

Los más recientes acontecimientos en mi vida han develado una opacidad insospechada que cohabita en mi interior junto a otros aspectos menos sórdidos de mi cotidianidad. Hoy, esos mismos demonios que por décadas secuestraron mi serenidad, se están encargando de purgar al “impoluto personaje” que regentó mi vida durante su prolongado interinato. Intuyo que siempre hay cosas que deliberadamente ocultamos a los demás, pero las deshonras que habitan calladamente en nuestros rincones más sombríos ejercen un poder mucho más subversivo y demoledor.

Auscultar mi lado oscuro siempre me intimidó, y creo que aún lo hace. La experiencia de cerrar ciclos es siempre un territorio inexplorado en el que se requiere coraje, determinación y claridad para despedir con amor y gratitud, afectos indelebles que seguirán estando en nuestras vidas, aunque con nuevos significados y ocupando nuevos lugares.

La conmoción que me produjo saber que ya no soy el número uno en la vida de quien fue mi dupla desde 1997, vapuleó inesperadamente al «Yo superficial» que usurpa mi presente. Súbitamente, todas mis sombras se agolparon y una inmensa nube de rabia, envidia y rencor amenazó peligrosamente con ofuscar por completo mi perspectiva, poniendo en zozobra todo lo construido en el transcurso de estos 27 años de pequeñas pero significativas victorias privadas. Gracias al recurso de la escritura, estas líneas me están permitiendo despojarme de mis culpas para reconciliarme con la humildad.

A lo largo de este prolongado camino, he descubierto que la confesión ayuda a poner fuera lo que nunca ha debido quedarse dentro por tanto tiempo, pudriéndose y haciendo inhabitable la propia morada. Gracias a nuestro nuevo acuerdo, mi noble inquilino se está encargando de agitar y remover la basura, alborotando así la pestilencia que me ayuda a percatarme de todo lo que queda por hacer.

Haber sido “sustituido” me ayudó a confrontar la irracionalidad del dolor, para confirmar con el corazón lo que ya sabía a través de la razón: que su origen no proviene de los hechos sino de toda la película que rápidamente solemos armar con nuestros pensamientos más dementes. Agradecidamente, le abro los brazos a toda esa fealdad soterrada que me permite pasar revista al ser contaminante que durante mucho tiempo fui, manipulando menesterosamente a quienes me rodeaban para que se tragasen mi humo, en un intento desesperado por satisfacer mi egocentrismo.

Un «curioso e inesperado contacto» con mi pasado lejano sirvió para encontrar el eslabón perdido entre mi ayer y mi hoy. Las ruindades de hace casi 40 años, nacieron de las mismas causas que hoy me pasan su factura: la culpa, la rabia, la indefensión, la insuficiencia y el desvalimiento. Todas estas sensaciones —ajenas a nuestra condición esencial, pero con efectos contundentemente palpables— son engendradas por un mismo padre: el miedo ancestral; esa energía que contiene la fuerza que crea nuestras realidades de forma muy poderosa, y que es nuestra función reconocer, integrar y perdonar para ponerla al servicio de la creación consciente y voluntaria.

Hoy puedo darme el lujo de reconocer mi etapa tóxica sin ruborizarme por ello, gracias a la certeza de saber que no solo era inevitable sino imprescindible para llegar a donde ahora, con tanta satisfacción, me encuentro. He cargado demasiado tiempo con una ira silente que inverna de tanto en tanto para despertar luego con un hambre feroz que me deja indefenso ante la seducción que efímeramente ejercen sobre mí los deseos de venganza y de revancha. También mis ínfulas de superioridad se han nutrido con las más bajas pasiones, incitándome a sentarme en la acera para ver pasar los cadáveres de quienes han causado mi dolor, saboreando un chocolate preparado con los mismos ingredientes con los que yo causé el suyo.

A pesar de haber sido yo quien resolvió poner fin a una relación viciada por el tedio y la costumbre, el jugo ponzoñoso de mis soluciones gástricas consiguió agriar el precario dulzor de mi ego herido, al saber que mi contraparte ya había tomado la sensata decisión de continuar el camino trazado por su libre albedrío, en busca de las emociones que su alma demanda y que jamás podría encontrar permaneciendo a mi lado.

Me sentí tentado a presumir —con denodada soberbia— de mi capacidad para vaticinar con aguda precisión lo que le aguarda en su nueva vida, ingiriendo mi altivez como analgésico para atenuar el dolor de alguien que ha sido embestido por un minotauro de carne y hueso. Por momentos acaricié la idea de curar el desamparo que dejan las decisiones mal calculadas con mi prepotencia, olvidando que en la vida no se cometen errores, sino que se propician las circunstancias que, antes del comienzo del tiempo, han sido acordadas para procurar las lecciones que nos conducen hacia el bien mayor.

Reincidí con la ingenuidad que me caracteriza al dejarme sorprender por la obviedad de su decisión y, sobre todo, por su inmediatez. La insinceridad que suele alojarse en los mohosos sótanos del silencio, es la misma que hoy me hunde en los pegajosos fangos del sufrimiento, y la misma que habita clandestinamente en mí, practicada impunemente en contra de mi integridad por mucho tiempo sin percatarme.

La otra cara de la moneda es que «mi ex», desde su presente, solo continúa cumpliendo con el pacto que, en otra instancia, establecimos para ayudarme a explorar mis tinieblas en este regreso al maravilloso experimento llamado «Humanidad». Sin embargo, sería cobarde de mi parte pretender ocultar el dolor que experimenté al comprobar la exactitud de mis presunciones acerca de lo insano que resultaba la convivencia de dos personas que prefirieron el banal disfrute de lo insustancial, en lugar del fructífero ejercicio del compromiso.

La incompatibilidad de asuntos no resueltos hizo inviable el sostenimiento de una relación que debió centrarse en los valores fundamentales de una vida orientada al bienestar, y no en el desesperado intento de imponer las reglas del juego a través del abuso de poder, el irrespeto y el imperio de la frivolidad.

Producto de un final no negociado, la lealtad ha quedado mal parada al transformarse en un algo difuso, maleable y con semántica propia, pues se resignifica por ósmosis cada vez que se recuesta de la necesidad de aliviar ausencias inescrutables, o mientras es permeada por el lastre de la posesividad, hasta ajustarse a los laxos estándares que tiene el pudor en estos tiempos que corren. Por ello, no deja de asombrarme el poderoso influjo de las lealtades ancestrales y la manera en que la necesidad de confrontarnos con nuestros dolores atávicos termina moviendo las piezas del engranaje que nos conduce inexorablemente hacia la autorrealización, aunque por caminos ciertamente espinosos.

Nunca es fácil lidiar con sentimientos encontrados. Así como desde mi condición humana condeno y me resiento de la deshonestidad, en la insondable interioridad de mi «Yo profundo» agradezco la oportunidad que mi más reciente relación de pareja me sigue brindando para cribar toda la escoria que van dejando las sucesivas aleaciones experimentadas por mis creencias más contradictorias. De otro modo, no habría sido posible establecer —ahora consciente y voluntariamente— los nuevos acuerdos con esta vida que ya han comenzado a aligerar las pesadas cargas ancestrales de mi sistema familiar, en una cruzada que se me ha encomendado liderar para mi mayor y más alto bien, el de todos los involucrados y el de la humanidad entera.

Los últimos días de este año 2020 me están obsequiando una oportunidad sin precedentes para reconocer la forma en que mis automatismos insisten en proteger, reforzar y preservar el predominio de mi falso sentido de la importancia personal. Una de las enseñanzas más importantes que he recogido en mi prolongado camino me permite hoy apreciar que la defensa del personaje que protagoniza nuestras tristes y opacas vidas, consume toda nuestra atención y agota todas las energías que deberíamos emplear en edificar la única versión posible de nosotros mismos; esa que nos permite descubrir el lugar en el que mantenemos oculto aquello que verdaderamente buscamos.

Todas estas experiencias —complementadas con la práctica meditativa y las esclarecedoras sesiones de psicoterapia a las que voluntariamente me someto durante este liberador estado de conciencia asistida— me han permitido metabolizar la veracidad de una premisa que abrigo desde hace muchos años y que solo en días recientes alcanzó la condición de verdad indiscutible en mi seno: que la realidad es creada exclusivamente por la calidad de los pensamientos y de las emociones que albergamos. Pero lo más relevante ha sido reconocer que el círculo vicioso del malestar solo puede romperse tomando conciencia de que es la historia mental que fabricamos al interpretar nuestros sucesos, lo que termina signando la calidad de nuestras vivencias. Nos convertimos en rehenes de nuestros propios pensamientos sin percatarnos de ello, así como tampoco nos damos cuenta de la manera en que creemos en todo lo que pensamos, al punto de identificarnos compulsivamente con nuestros pensamientos.

Hoy me encuentro cerrando un viejo y prolongado ciclo que inicié con mi primer apego y que solo 40 años después, estoy en condiciones de asumirlo para su cierre definitivo. Los ingredientes que componen la receta con la que alimento los eventos que nutren mi existencia siguen estando vigentes, pero el cocinero ya conoce su química y el poder del fuego para transformarlos en un gustoso manjar.

Doy las gracias a todos los que han contribuido para hacer de mí un ser más humano y más espiritual; por haberme inspirado a asumir el difícil oficio de intimar con las fuerzas oscuras de la dualidad, para así descorrer los velos de baja conciencia y permitir que la luz comience a filtrarse por las rendijas de mi «Yo asustado», atenuando con ello el poder de las resistencias que insisten en defender al personaje que autoconstruí para experimentar con él durante esta nueva pasantía por la dimensión físico-emocional. Por eso, no puedo sino agradecer las experiencias que me continúan brindando quienes han ocupado el espacio de mis afectos más cercanos.

La práctica del «Yo soy eso» dio este año que hoy termina sus mejores frutos. Ahora, que ya alborea en mi conciencia —aún parametrizada— la verdad esencial de mi naturaleza intangible, no puedo sino sentirme reconfortado por todo lo que he logrado, sabiendo que todavía queda mucho camino por recorrer.

Finalmente, me he convertido en el guionista, director, protagonista y productor de una de esas películas que tanto me gustan: aquellas que comienzan por el final y en la que se van reconstruyendo los hechos hasta alcanzar la comprensión de toda la trama. Mi más sincero deseo es que en el entrante 2021, aprendamos a disfrutar al máximo la película de nuestras vidas.

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