Por primera vez, voy a escribir sobre una de mis grandes pasiones: la música. Sin embargo, no voy a referirme a la sublime trascendencia que tiene como expresión de esa inteligencia que está más allá de lo que puede describirse con palabras. Seré un poco más terrenal para contar una historia que llegó a mis oídos, colmando mi corazón y mis sentidos. Espero poder contarla de manera que suceda lo mismo contigo.
Te voy a hablar de un Jorge que tengo el privilegio de conocer personalmente. Del muchacho que, a pesar de ser un adulto bien enterado de muchas cosas, es portador de una bohonomía que lo acredita como un ser humano que, junto con su sorprendente sencillez, destila arte por cada poro de su corpulenta humanidad.
A pesar de sus imponentes dimensiones, es tan fácil abrazar a este muchacho como dejarse abrazar por él. Para referirme a su talento, debo cuidarme de no llover sobre mojado insistiendo en el marciánico virtuosismo que lo caracteriza y por el cual es conocido y admirado en el mundo entero como uno de los más destacados exponentes de nuestro instrumento nacional.
En esta oportunidad, quiero dejarte conocer su sensibilidad para escribir letras que calan profundo en quienes amamos la música. De lo que quiero hablar es de cómo su conexión con lo «real» le ha permitido esta vez cruzar el atlántico navegando sobre una canción, hasta llegar a los oídos de una de las grandes de España. Ahora, en la voz de Pasión Vega, el arte de Jorge continuará expandiéndose más allá de toda frontera imaginable.
Cuando me contó de su participación como ejecutante y compositor en «Todo lo que tengo» (el más reciente disco de esta hija predilecta de Málaga) me emocioné como si dicho logro proviniese de mis hijos. Esta canción, que patentiza los lazos indisolubles entre la Andalucía del viejo mundo con la primogénita Nueva Córdoba de ultramar, tiene detrás de sí una historia que todos merecemos conocer.
Inspirado por un sueño recurrente, nuestro Jorge recreó muchas de las sensaciones que le producen el amor por su familia y por su amada Cumaná, dejándonos saber que vive contando los días para regresar a ella y respirar de nuevo sus aires salobres, así como para saciar su anhelo de abrazarse con el calor de su sol y su gente.
Aunque la canción comienza buscando en la mar y en la poesía, el espíritu de sus palabras surge de una evocación olfativa que refleja la huella que desde la niñez, dejó en él su complicidad con los pescadores antes y después de la faena. Por supuesto, también evidencia la impronta de su inevitable cercanía con las hermosas costas del oriente venezolano.
Me conmovió profundamente esta reminiscencia de nuestro insigne músico, que solo necesitó cuatro versos para hilar una historia de amor que llega hondo, anudando las gargantas y humedeciendo los ojos hasta conseguir que las lágrimas se desborden inadvertidamente por las mejillas de quienes sentimos como propias, las imágenes que llegan a la mente en ese instante en el que el pasado se convierte en presente.
Recrear en su piel el calor de la mano materna y regocijarse con el brillo imaginario de la sonrisa de su papá, comprueba que las distancias geográficas impuestas por pasaportes y visados, son solo meros accidentes circunstanciales demandados por el alma para revelar la inutilidad de la ignominia, cuando se propone disolver lo que el pegamento del amor ha resuelto unir.
Por eso, no sorprende que esta Malagueña Cumanesa llegue al centro mismo en el que palpitan intactos los más bellos recuerdos, para mezclarse de manera mística con nuestros más caros anhelos hasta transformarse en esperanza, en sueños posibles que se nutren con la fuerza que nos brinda el espíritu viejo de este joven compositor que en tiempos convulsionados, ha decidido posarse nuevamente sobre la Tierra.
Esta vez eligió nacer en Venezuela y poner en sus manos el cuatro para sorprender, no solo con la fuerza de su muñeca , ni con la vertiginosa velocidad de sus dedos sobre la trastera, sino especialmente con el inconmensurable tamaño de su gran corazón.
La noche que supe de esta hermosa historia, ratifiqué mis convicciones acerca del inmenso poder que tienen los artistas para emocionarnos y traernos de vuelta al inagotable y expansivo presente en el que se lleva a cabo la vida. En ese nirvana mora diariamente el Jorge Glem que yo conozco.